Elin

Elin es una chica sueca.

Ella es una de tantas que te miran y te dominan completamente la vida con la dulzura de sus ojos, parecía un angelito ese día. A Elin la conocí porque su cara me dio la impresión de una persona suave, de una persona que encuentras como si tocaras algodón por primera vez en tu vida. Su presencia como apariencia de la nada entre la muchedumbre resaltó ante mis ojos en una fiesta. Me sentí atraído hacía ella porque la vida juega aleatoriamente o seré yo que me dejo llevar por cualesquier cosa que toque mis ojos pero esas cosas las dejo para mi mente, la última vez que decidí decir eso abiertamente en una relación que tuve con W resultó fatal y terminó no en la cama como habría de haber deseado sino en un pleito abierto en medio de una ciudad que menos uno esperaría en que una pareja tuviere pleitos de esos amorosos que acaban con un recuerdo en un asilo para viejitos que reprochan esto u lo otro en sus vidas, sí, me peleé en París. Pero en fin, decía, Elin.

La fiesta en Septiembre celebraba en avance la fiesta de las cervezas alemanas de Octubre conocidas como Oktoberfest, teníamos una caja de Kaltenberg, una cerveza de Bavaria que siempre me ha gustado y que cada que estoy en München no dudo en ponerme borracho por mero gusto. Es uno de esos pocos gustos que me puedo dar cada que viajo solo por las viejas tierras tuetonas. Ahí nadie me conoce y ponerme borracho y acabar en la calle sin hacerle daño más que a mi constitución siempre acaba dándome placer cada que recuerdo esas aventuras. Está vez Elin me cautivó y no acabé solo. Fue ultrasensacional ya que los únicos líquidos que intercambiamos fueron los de las cervezas que entre risas consumíamos.  No sé cuanto has vivido, para serte franco, querido lector, pero he de decirte que hay veces que una buena borrachera con el sexo opuesto equivale a dos noches de buen sexo, según el guru al que le que pago por hora. Broma aparte, esa noche me valió mil recuerdos. Me divertí, digamos, a lo lindo, con Elin. La recuerdo, como esos viejos cúmulos de antaño que viajan con su cargamento que conlleva esa puesta de sol que acaba haciendo lila color naranja impregnado de amarillo bajo un cielo azul helado. Recuerdo Warhol fabricado a mil: los arboles dejan pasar los rayos del sol presto a ese cambio llamado Equinoccio de Otoño que logra destellar la pupila del ojo con sus maravillas estelares. Recuerdo cuyas sombras de los arboles con el reflejo de la ventana dibujan neoorange con el pastel de las luces contra la pared estos días.

Desde aquel entonces no la he visto. A Elin la miré hoy en el periódico.  La memoria no se hizo esperar, caminado torpemente hacia mí o creí, hacia mí. Quizá todo fue una quimera de mi imaginación. Un dulce sueño de esos que causa la cerveza de Bavaria y sus anchas banquetas de su distrito financiero. Uno nunca sabe. El caso es que la volví a mirar hoy.

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