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En Suecia no es fácil tener relaciones con la gente.

O es uno malinterpretado como sabelotodo o es uno malinterpretado como tímido.

Entre esas dos variantes existe campo fértil para lobos feroces. Aquí, en el país que se jacta de que no existe una traducción equivalente a lagom en otro idioma, una palabra en sueco que más o menos significa como un estado de perfección que ni quita ni da, hay un mundo rapaz que se dedica a toda especie de maquiavelismos cotidianos de la peor estirpe.

Esto tiende a causar ciertas agruras en mi diario devenir, por lo general no soy muy inteligente ni mucho menos le dedico horas al acontecer del día cómo es que voy a salir adelante caiga quien caiga. No juego ajedrez así que he ahí la prueba más fehaciente de mi dictamen. Tampoco soy de esos entes que se dedican a su labor para instigar qué es lo que la envidia a cultivado durante el hoy, para nada, soy muy tranquilo, créanme. Nunca me ha dado por querer joder a mi prójimo aunque lejos quedo de ser candidato para alguna santificación o nombramiento ante el Papa por comportamiento ejemplar en este mundo. Nada más lejos de la verdad. Pero eso no quiere decir tampoco que mi presencia termine de vez en cuando en círculos en donde mis intereses se ven perjudicados por la envidia de algún compañero de la vida mientras gozamos de este efímero momento terráqueo. Qué más quisiera uno, a ser verdad, que uno pudiera disfrutar la vida como en el jardín de Edén, pero nix.

Y a ser verdad por estos días batallo mucho con los demonios que insisten que entre a esos valles de batallas de esqueletos muertos que esperan un Ezequiel para recobrar vida. Resisto.

Y batallo, chingaquedito, mexican style. Como me gustaría, en verdad, dejar todo en paz, como una especie de Dao. Y el impulso me gana, no arriesgo nada, avanzo con pasos cautelosos. Y me pregunto, ¿por qué no arriesgo el todo? Me encantaría mandarlo todo a la chingada. Y es ahí en ese momento en que uno se da cuenta que los fracasos de otros son las ganancias de uno.

Esa movida fue hecha antes, se dice uno, y he ahí las consecuencias, mira uno los esqueletos del fracaso, del triunfo y ni cómo echar los dados para que la suerte termine del lado de uno. Nada es cierto.

La problemática yace en batallar una especie de etnocentrismo sin par. Los mexicanos, a ser verdad, somos bastantes etnocentristas. Simplemente no podemos ver más allá de lo nuestro porque consideramos que lo nuestro nos basta.

Así que imagínense, un mexicano y un sueco dando batalla como dos acerrimos cimarrones.

Y ni qué hacer.

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