¿Existe la literatura femenina?

¿Existe la literatura femenina? Con esta pregunta entro a una maraña de voces que están en pro y en contra de la mera esencia de la pregunta. Dentro del ramo lingüístico germánico, en este caso para mi, el inglés y el sueco, la medida en que se acepta esto se puede medir mediante el número de ámbitos académicos donde se enseña esto último como materia escolar. A diferencia del mundo hispano, nuestros contrapartes lingüísticos más cercanos a nosotros en las Américas se han abanderado de esta designación literaria y la han llevado a donde apenas si nosotros, con la poca imaginación que tenemos al respecto, pensamos puede ser posible llevarla. Hay instituciones que se dedican exclusivamente a enseñar literatura femenina dentro de la cosmovisión inglesa tanto como sueca. Es decir, la literatura femenina es ampliamente aceptada como tal.

Lo que no queda claro dentro de la cosmovisión hispana es a qué se refieren a literatura femenina. La oposición es ancha. Rosa Montero, por ejemplo, se opone a tal designación y la encuentra un tanto machista, para ella sólo existe la literatura punto. Mi opinión es que dentro del ámbito hispano no es la designación la causante de tanta duda sobre si existe o no existe si no el enfoque de esta última. ¿Se puede decir que hay una literatura femenina dentro de las letras castellanas? Por el momento no siempre y cuando se mantenga en duda su mera existencia. La definición de esta última está aún siendo debatida. La literatura femenina no existe.

Como decía, las voces están enmarañadas en aceptar la existencia de tal. A diferencia de las voces anglosajonas y suecas femeninas, la voz hispana no alcanza a comprender del todo el porqué de una literatura aparte. La vox germánica se apoyó mucho en una teoría de liberación. Por muchos años, se argumentó, el centro de la literatura giraba entorno al hombre y como bien dice Rosa Montero es que cuando el hombre escribe es para la humanidad pero no así con las letras femeninas. He ahí el falso epicentro, se arguyó en muchos círculos académicos donde la lengua del Bardo inglés se discute. No así con la voz hispana, en especial en las voces iberoamericanas. No es sorpresa que estos movimientos se estén moviendo del norte al sur, o por lo menos así lo veo, en especial con mis carnalas las Chicanas de Aztlán. Aunque es menester enfatizar que estas ideas son foráneas y debatidas as we speak entre escritoras meramente monolingües y dentro de países donde el español es lengua oficial.

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Siempre me ha fascinado la increíble e inalterable capacidad que tienen los anglosajones para ponerse en ridículo y quedarse tan campantes. […]

En cambio, a los hispanos en general, pero sobre todo a los españoles, nos horroriza hacer el ridículo. Tenemos el orgullo en carne viva, y una conciencia tan aguda y enfermiza de nuestra apariencia, de lo que los otros pensarán sobre nosotros y de qué dirán, que preferimos pecar de mudos, paralíticos y sosos de solemnidad. Es decir, preferimos la pasividad total antes que hacer nada que pueda terminar siendo risible. Y así, mientras que en Estados Unidos, por ejemplo, los niños aprenden a hablar en público en las escuelas, y los adultos disfrutan organizando ceremonias, declaraciones y pequeños espectáculos personales en bodas, banquetes y bautizos, nosotros, por lo general, no abrimos la boca ante una audiencia ni aunque os introduzcan un anzuelo. Por no hablar de bailar, o actuar, o hacer el ganso. En España, las personas serias no pueden hacer eso.

El agudo lord Byron sostenía que la larguísima decadencia española había comenzado con el Quijote, y que la obra de Cervantes, que era nuestro icono cultural nacional, nos había hecho un daño terrible al enseñarnos que atreverse a soñar, a perseguir las propias quimeras y a ser distinto sólo conducía al más espantoso y patético de los ridículos. De ahí nuestro orgullo sangrante e hipersensible, nuestro miedo a la mofa tan extremado.

Este pensamiento era una bofetada de Byron, desde luego, pero una bofetada enormemente sabia. Porque es cierto que los españoles estamos atrapados e inmovilizados por un sentido del ridículo desproporcionado y patológico. Y porque también es verdad que la historia se mueve con el impulso loco de los soñadores, de los iluminados, de los extravagantes que no temen ponerse el mundo por montera a la hora de perseguir sus ideales. […]

A nadie le gusta que se rían de él, pero la mayoría de los países ponen el miedo al ridículo en su justo lugar, no es algo paralizador ni aniquilante. Y algunas culturas, como la anglosajona, incluso hacen alarde de ese arranque extravagante, de la rareza visionaria, aunque se absurda.. No les ha ido nada mal cultivando la originalidad, porque ya es bastante difícil cambiar las rutinas del mundo como para detener tu empeño solamente por el miedo a las risas de los demás. Nosotros, mientras tanto, seguimos sentaditos y quietos en un rincón, no vaya a ser que alguien nos mire. Es posible que así no hagamos el ridículo, pero lo que es totalmente seguro es que no haremos nada. (Rosa Montero: El Pais Semanal, 12 de septiembre de 2004.

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