Fruta malquerida

A esa hora solía pasar el autobús verde y crema del Charlie con destino al descanso. Y pasó enfrente de mí como cualquier otro día. Serían algo así como las seis de la tarde por ahí. Yo estaba sentado en la banqueta dejando las horas pasar su ritmo sin mucha preocupación porque esos días no daban para más. No marcaba el tiempo a ser verdad. A no ser por las manchas de los higos uno no sabría ni el mes, pero los higos estaban maduritos, listos para comer. Recuerdo mi niñez cómo nos daba deleite esa temporada, ahora los niños no salen para darle vida al día con esos eventos. Sabrá Dios que les llama la atención por estos días. Llevo años viendo cómo nadie se molesta por recoger los higos pero sí he visto gente molestarse por pisar las gajas pisoteadas por los peatones indiferentes a sus entornos. Llevan en la mente sus preocupaciones, algún pasado pesado o sueños de algo por lograrse, casi nunca algo presente más que para rezongar con maldiciones al aire libre que la naturaleza lleva su curso. La higuera es testigo del descuido porque no pasa una primavera sin que broten hojas y a la semana las manchas de hollín que la ciudad cubre con el paso del día llena el verde de las hojas nuevas con el clásico polvo negro. Pero ella sabe sobrevivir de alguna manera y de vez en cuando le arranco un higo para clavarle mis dientes y saborear esta fruta de antaño. Una vez hice negocio con unas de ellas. Las guardé un tiempo y producí varios kilos de jalea que las ñoras de la vecindad supieron apreciar porque al otro año querían más de lo mismo pero yo solo me animé hacerlo una vez. De vez en cuando escucho un ‘ándale mi buen, anímese hacer jalea de nuevo‘. Yo nada más sonrío y mejor no prometo nada porque la verdad, estimado lector mio, me gana la flojera. Pero creo que me estoy desviándome un poco de la historia que empecé.

Fue justo cuando mis ojos recayeron en ese triste acontecer que hasta la fecha me tiene el alma en susto. Gente de mal que no se tienta el corazón ni para rezar le clavaron un filero al pobre Matias. Fue justo ahí en ese lugar que perdió la vida por un artero bueno para nada por la simple razón de quitarle unos nuevos Vans que había adquirido con el sudor de su frente. Cayó de golpe  como piedra en el cemento de la banqueta. Ahí, mira, donde está ese higo medio verde. No me abandona la memoria porque yo pude evitarlo pero como los cobardes, quedé tieso ante el resplandor del sol en la navaja cuyo destino llevaba un golpe duro que clavó no nada más su filo en el hígado de Matias sino en la memoria de los ahí presentes.

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